La mente infantil es la más grande de las mentes porque su inocencia es su mejor y más segura defensa, porque no está rodeada de conceptos tumultuosos y porque es libre de desarrollar simetría, color, sonido, luz y nuevas ideas. En pocas palabras, es libre para crear; su meta suprema es repartir felicidad en todas sus formas y manifestaciones, manteniendo todo el tiempo la pureza y la inofensiva del niño.
Dejadme decir, sin embargo, que la idea de inofensividad es aplicable sólo al mundo de los seres humanos, pues, ¿cómo es que existe la necesidad de inofensividad si antes no existe la ofensa?
Cuando destruís la ofensa, ya no necesitáis crear inofensividad. En ausencia de ofensa y de inofensividad prevalece la inocencia de la infancia, permitiendo a los hombres comulgar suavemente con la naturaleza y el Dios de la naturaleza.
El vasto drama que custodia el camino del Árbol de la Vida y los secretos alquímicos también surgió de la necesidad. La desobediencia de la ley kósmica por parte de los hombres, sus titubeos en las cosas del espíritu, sus moméntum acumulados de destructividad en la Tierra, han obligado a que se restringieran sus actividades en el cielo.
Entonces, en un sentido muy real, se ha confinado al hombre a la Tierra para elaborar su destino. El Edén, el jardín de Dios, y los secretos de la vida ahí contenidos, se han negado porque no ha querido escuchar el mandato divino: “El día que de él comieres con seguridad morirás”.
Ahora siempre el hombre debe comprender que cuando participa en la conciencia del mal se somete a las leyes de la mortalidad.
Pero Dios siempre ha estado listo para recibirlo una vez más como niño pequeño.
La compasión del Cristo por los que habían perdido su inocencia es patente cuando se lamenta: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedrea a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar tus hijos, como las gallinas juntan sus pollos debajo de las alas, y no quisiste!” Por ello venimos ante la corte de la inocencia y abogarnos porque se comuniquen a la humanidad las llamas de pureza, verdad e inocencia kósmica.
Uno de los conceptos erróneos mayores que se han formado en la mente de los hombres, es el que se refiere a la naturaleza de los dominios de lo espiritual. Los hombres piensan o bien que el cielo es distante, insatisfactorio y carente de las alegrías de este mundo, o bien imaginan que es la meta última: la recompensa para los fieles y su solaz de las opresiones de un mundo de pecado, un lugar donde no tendrán ya nada que hacer y donde todo progreso cesará.
En ambos casos, la falacia está en pensar que el futuro traerá al hombre algo a lo que no tiene alcance hoy. La vida es abundante: aquí, ahora y siempre. Dondequiera que estéis; lo único que se necesita es recurrir a ella.
Permítaseme decir, pues, que he caminado y conversado con los dioses más viejos de la raza. He conocido a los más grandes Maestros interplanetarios, seres kósmicos y angelicales. He asistido a ceremonias en las grandes salas de los retiros y recorrido las avenidas del Kósmos. En pocas palabras, he tenido las experiencias más maravillosas desde mi ascensión y conservo aún el recuerdo de todas mis experiencias terrenas anteriores a mi ascensión.
Pero ninguna de ellas –ni aun las más elevadas—es digna de compararse con las experiencias que he tenido en la mente del Niño Hombre Divino. El alquimista debe, pues, darse cuenta de que ni el Cielo ni la Tierra le pueden dar lo que todavía no ha encontrado dentro de sí.
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